Fauna Política
El entierro de Firulais
Por Rodolfo Herrera Charolet
El prestigiado filósofo William James, hermano del famoso escritor Henry
James afirma que “Un hombre que no tenga
ninguna filosofía, es el menos propicio e inaprovechable de todos los prójimos
posibles.”
Como todos lo saben, por mi editorial publicado hace como 20 años y
reescrito hace 7 y vuelto a leer y escribir en este 2017, que por estos
calurosos días de mayo hace mucho tiempo que murió Firulais, 50 años han pasado
y aún lo sigo recordando.
Ah, pero debo aclarar que no se llamaba Firulais, aunque… no revelaré su
verdadero nombre, porque nunca quiso autorizarme a divulgarlo, al menos no se
lo pedí y mi padre que se lo impuso… era de pocas pulgas. Firulais, fue uno de
mis primeros verdaderos amigos, no me daba consejos ni hacía críticas
constructivas, le daba una patada y no por eso dejaba de acercarse, lo miraba
con desprecio y no por eso dejaba de ser un faldero, no pedía dinero prestado,
ni me prometía que sería mi amigo para siempre, no me presumía del enorme hueso
que se comía, ni su olor a jabón fino con el cual ocasionalmente lo bañaba. Era
simplemente un perro fiel, apegado, alegre y triste cuando estaba enfermo. Así
que Firulais, pegado a mis pasos, cuidando mi sombra y en ocasiones hasta
pisándola sin piedad alguna, no dejo ser un perro con misterios.
Recuerdo que tras ser atropellado en dos ocasiones, la cojera lo
acompaño de por vida, yo lo veía tan natural como a mi padre, que también
presentaba una secuela en una extremidad. Ambos lisiados, uno por las llantas
asesinas de un conductor incanis que quiso arrebatarle la vida y mi padre por
causa de la poliomielitis infantil que sufrió por descuido de sus padres.
Pues bien, el tal Firulais, un día fue envenenado y cuando sacaba espuma
por la boca mi padre, que era duro de amedrentar, tomó al perro le metió aceite
por el hocico y le dio vueltas hasta que vomitó. Días después el faldero se
repuso de la indigestión, otros perros de la casa que lo acompañaron en la
aventura, fueron enterrados en un terreno baldío.
Platicando un día con mi padre, le pregunté qué podía hacer yo si le
ocurría a él lo mismo, ciertamente le haría tragar aceite, pero el problema
sería darle de vueltas tomándolo de la cabeza. A mi corta edad, creía que esa
sería una tarea difícil de cumplir. Así que la claridad que lo caracterizaba me
despejó la duda; “Hijo, tal vez no ocurra
nunca, yo me moriré cuando se mi hinchen los… huevos” y sí… mi papá un hombre
sabio y quizás hasta descendiente del tal Nostradamus, murió tras un cáncer que
comenzó en las vías urinarias.
Así las cosas y mi perro que habrá vivido como unos 10 años, llegó el
momento en el que estiró la pata, aquella que cojeaba tanto y que mi papá decía
que siempre debe decirse la verdad, porque más pronto cae un hablador que un
cojo. Ahora no serviría de nada que tragara aceite o darle vueltas, su cuerpo
mal trecho había dejado de serle útil y su alma preparaba las maletas para mudarse
a su nueva casa. Un último ladrido o quejido o un adiós
Un día, tras una operación en la que a mi padre le extirparon un riñón, se
reponía de ese profundo sueño, los rezos de una mujer piadosa terminaron con
despertarlo. Durante un Ave María o algo así, los ruegos fueron escuchados por mi
padre, entonces creyó que ya había muerto y lo estaban velando. El cuarto en
oscuridad y el ruego de la mujer, parecía confirmar ese fatídico pensamiento. Abrió
un ojo y luego el otro, para darse cuenta que seguía en su cama de hospital y
la mujer abnegada, enfundada de negro era una de aquellas mujeres vestidas de
monja que acuden a los hospitales. Fue tal el grito que la mujer se levantó
como de rayo y salió de la habitación. “¿Hay
señora, que su marido no es católico?” y mi madre entre risa y pena, sacó
un billete del interior de su monedero y se lo entregó a la asustada mujer que
se perdió entre pasillos y cuartos de hospital, pensando que le había hecho rezos al mismo demonio.
Mi padre creía en un Dios, pero nunca en los rezos. Así que ese momento
de oscuridad y trauma, lo resolvió con un grito y palabrotas altisonantes que
dejaré en mi memoria, para no alterar las santas conciencias de mis lectores.
Precisamente a mi padre como a mi perro Firulais, les tocó homenaje
fúnebre especial, con todos los honores que se merecen a los seres bien
nacidos, luchadores y sinceros.
Muerto el Firulais lo llevé a un lugar trasero del Convento, en donde
había una huerta, junto a un árbol que cotidianamente regaba mi cuadripléjico
animalito, con las aguas cristalinas de sus riñones. Así que ese lugar tenía
algo propio y debía ser enterrado. Pero como nunca falta el
chismoso, el sacristán le fue con el cuento a Fray Melquiades (tampoco se llamaba
así pero ya no recuerdo su nombre pero si sus mañas).
--- Deja de llorar hijo mío, que
solo se murió tu perro. ¡Vete a la escuela! Y entiérralo en otra parte, porque
no puede tener sepultura en este lugar, que es santo.
--- ¡Pero fray Melquíades! Firulais no era un perro común y corriente,
era un fiel compañero y tan inteligente que antes de morir, con sus ojitos
tristes me dictó su testamento. Cuando le pregunté si sus domingos ahorrados,
debían de ser para la capillita en donde usted oficia misa, tan pronto escuchó
la pregunta movió la cola indicándome que era lo correcto. Así que le entregó estos
100 pesos que le dejó Firulais.
---¡Ah caray! ¡Qué perro tan
inteligente resultó! ¡Bueno! ¡Entonces perro Firulais, resquiescat
impace!
El sacristán chismoso terminó enterrando al Firulais, mientras que fray
Melquíades se guardó el dinero, se santiguó y me acompañó a la salida del
huerto. Desde entonces en el lugar que ocupó la huerta, bajo ella los huesitos
de mi perro se hicieron polvo y cuando pusieron la cancha de cemento sobre la
tierra que lo cubrió, hice una pequeña marca en el lugar que lo había
enterrado.
La marca aún sigue y el tiempo no ha borrado su memoria. Sin duda los cien
pesos de los ahorros de Firulais, fueron bien invertidos, porque hacer negocios con un
sacerdote nos garantiza la entrada al cielo. Es posible que mi viejo perro amarillo acompañe tanto a mi padre como a fray Melquiades, a ese lugar en donde se mudan las almas
mortales. Contentos de haber hecho en vida buenos negocios.
¿O no lo cree usted?
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