
El Espejo Maldito
Por Rodolfo Herrera Charolet
El intenso olor a tierra mojada cuando acaba de llover, acompañaba el perfume rancio de las paredes húmedas que llenaba la celda. Cuando entre los Ôrboles del huerto se levantaba la brisa, llegaba por la ventana abierta el aroma de la floración de los agavanzos y el delicado perfume de las lilas. Desde la ventana del reducido cuarto, un monje rollizo, de barba montaraz y manos de mazo, observaba los arbustos espinosos y perennes de los agavanzos, flores de cinco pétalos de color rosa pÔlido en pequeños ramilletes. En el fondo del dormitorio, sostenido con una alcayata, un espejo en el que de vez en cuando se reflejada la imagen del monje, su espalda y frente a él una luz mortecina rebotando del crepúsculo que entraba por la ventana.
Gisleno muchos aƱos antes, cuando recibió el espejo, decidió no desempacarlo, sin embargo ese dĆa lo hizo para mirarlo antes de entregarlo a su nueva custodia, cuando creĆa que su tiempo habĆa llegado. Poco antes de adoptar esa posición, en espera de algo o alguien, el monje se vio reflejado en la reliquia, observó su rostro fundido sobre la superficie negra que parecĆa tragarlo. En esas se encontraba, cuando repentinamente se estremeció y fue entonces cuando cerró los ojos oprimiendo los parpados con sus dedos, como si tratara de despertar y salir de una pesadilla.
āĀ”Gisleno! āLa voz femenina lo sacó de ese trance siniestro.
āĀ”Uff! ā Exclamó, alertado por la voz y seƱa de la dama que se encontraba del otro lado de la ventana.
Se decĆa que el monje era ya demasiado viejo y era visitado por las monjas sin ningĆŗn peligro o tentación. Claudine AlĆ©xandrine de GuĆ©rin profesó sus votos en el monasterio de las Dominicas de Montfleury. Fue llevada a la fuerza para ser enclaustrada y sin experiencia de hombres a la edad de ocho aƱos, para convertirse entre esas viejas paredes, en un bocado apetitoso por quienes deberĆan cuidar de su recato. AsĆ que pronto fue iniciada en las artes amatorias en Prouilhe, que seguĆa siendo el pueblito que escogió Santo Domingo de GuzmĆ”n para fundar su monasterio de monjas en el aƱo 1206 de nuestro seƱor. Las paredes escurrĆan humedad y se habĆan guardado entre ellas, los testimonios de cinco siglos de costumbres lĆ©sbicas de las monjas. Para Claudine escapar de ese lugar fue la primera decisión sensata que tomó, para lanzarse hacia el mundo que la esperaba, conocer el ambiente parisino en donde todo cambiaba; el centro de la realeza, las comidas y los buenos vinos. El asunto de Gisleno, era por si acaso, un refrendo de gratitud hacia quien habĆa sido su confesor y le habĆa aconsejado su escape. AsĆ que sus encuentros recurrentes sin peligro, motivaron sus confidencias.
āEste objeto es la mejor obra del demonio; lo mejor que he conocido hasta ahora. āDijo Gisleno, aĆŗn aturdido del trance que le habĆa inquietado el alma, si es que aĆŗn tenĆa alguna. āSu maldad es demasiado grande y desatinada para el alma. Nadie ha escapado de su maldición.
āĀæPor quĆ© yo? āSuplicó Claudine.
āĀæY quiĆ©n mĆ”s si mi tiempo ha llegado?, ācontestó el monje que se llevó la mano a un costado de su cuerpo y tomó la bota de vino para beber un trago apresurado.
āCreo que mejor lo conservo para mĆ, ā dijo la dama, echando hacia atrĆ”s la cabeza con la postura tan singular, de mujer decidida pero echando mano de todo su valor para ocultar el temor que le despertaba tener en sus manos reliquiaā. Ā”SĆ⦠me lo quedarĆ©!
Gisleno encogió los hombros con ademÔn de no importarle el asunto. Estaba extrañamente relajado a causa de la embriaguez que empezaba a invadir su viejo cuerpo.
āĀ”No! Claudine. No es mi intención. SĆ© que va a reĆrse de mĆ. ā replicóā. Pero le aseguro que no puedo dejar de pensar en la carga que le dejo acuestas. He puesto demasiada confianza en usted, a pesar de su juventud. Estos objetos deben llegar a manos del inmortal y sobra decirle que no necesita ser buscado quien le encuentra.
āĀ”Inmortal! āsusurró Claudine y soltó una risa entre nerviosa y de incredulidad. SabĆa que el monje no mentĆa, pero⦠ahora estaba borracho.
Gisleno se tambaleó al dar unos pasos, para recargarse en el tronco de un Ôrbol, dÔndole la espalda a Claudine.
āSĆ, ya sabĆa que se reirĆa; pero a pesar de todo, es verdad. En ese espejo hay demasiado de nosotros mismos. Palabra de hombre de Dios. Si nos miramos en Ć©l, pronto nuestra alma quedarĆ” atrapada y no habrĆ” nada ni nadie que evite ver el error que encierra la profundidad del lago negro. Solo el inmortal puede destruirlo y a Ć©l la daga de pĆ”jaros.
Claudine seguĆa incrĆ©dula, petrificada. Aquello escapaba a cualquier razonamiento lógico. AsĆ que se aventuró en preguntar.
āĀ”Hay prueba de ello! ĀæQuiĆ©n es el inmortal?
āNo me ha entendido, madame Claudine, ācontestó el monjeā. Naturalmente que no hay prueba de ello, porque nadie que se ha reflejado sobre su superficie ha vivido para entregarlo al inmortal. Le estoy diciendo la verdad. En esto hay una buena dosis de fatalidad. El espejo encierra una maldición. Fatalidad que se ha prolongado por mĆ”s de una generación y en mĆ”s de una vida. De sus pasos, poco se sabe, pero lo que no ha cambiado, es el destino inevitable de sus vĆctimas.
āĀ”Exageraciones! āComentó Claudineā. Son inventos de la gente.
āĀ”Si mi seƱora! Se dice que fue un regalo de Basileus a la bella Maura, que habitaba a un lado del Gran Canal de Venecia, una de las mujeres mĆ”s bellas de quien esperaba sus favores.
āĀ”Basileus! ĀæCon que Ć©se es el nombre del canalla que hizo esto? āPreguntó Claudine, dirigiĆ©ndose hacia Gisleno que no hizo mayor comentario y con paso errĆ”tico se dirigió hacia la sombra de un frondoso Ć”rbol.
āClaudine miró hacia el lienzo que cubrĆa el espejo y por un momento dudó en recibirlo, al devolver la mirada hacia Gisleno. El monje habĆa desaparecido. Consternada miró a su alrededor, sin menor seƱa del hombrecillo. Tomo su carga y partió con ella rumbo a ParĆs, en donde su hermana la esperaba, pero antes⦠a su paso, entregar esa reliquia al āinmortalā al que apodaban Valecholet.
Prouilhe 1711
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